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El domingo pasado, 14 de julio, Eduardo Lizalde cumplió 90 años de vida. Para celebrar tal acontecimiento, la Editorial Lectorum acaba de publicar el libro Los fulgores del tigre, una breve antología poética de Lizalde en su nueva colección Sello de Poesía ―patrocinado por la Fundación Doctor Ramón Navarro, presidida por Rubén Álamo Jr.― de […]


El domingo pasado, 14 de julio, Eduardo Lizalde cumplió 90 años de vida. Para celebrar tal acontecimiento, la Editorial Lectorum acaba de publicar el libro Los fulgores del tigre, una breve antología poética de Lizalde en su nueva colección Sello de Poesía ―patrocinado por la Fundación Doctor Ramón Navarro, presidida por Rubén Álamo Jr.― de donde extraemos los siguientes versos para, asimismo, festejar las nueve décadas de vida del poeta mayor de México. Con la debida autorización de la editorial, reproducimos estos poemas que a su vez fueron seleccionados por el escritor Rogelio Guedea, coordinador de la nueva serie poética.

 

 

 

Martirio de Narciso¹

Al verterse en los charcos la apostura

del que delgado está, pues disemina

sus reflejos, el agua femenina

se hiela por guardar cada figura

El revés del cristal nos asegura

su espalda contener: allí camina

la sangre que en Narciso se origina

cada vez que un espejo se fractura.

Pulida tempestad en los cristales

impide que navegue su reflejo;

le da ceguera un Tántalo cercano,

Quien dice amordazando manantiales:

Aquel que aprisionar logra un espejo

Puede apretar el mundo con la mano

 

¹[Publicado en abril de 1950 con el solo título de “Soneto”, en Fuensanta. Pliego de Poesía y Letras, que dirigía Jesús Arellano y redactaban Ramón Mendoza Montes, Salvador de la Cruz García, Fernando Salmerón y Jaime Sabines]

 

 

 

Retrato hablado de la fiera

 

2. El tigre

Hay un tigre en la casa

que desgarra por dentro al que lo mira.

Y sólo tiene zarpas para el que lo espía,

y sólo puede herir por dentro,

y es enorme:

más largo y más pesado

que otros gatos gordos

y carniceros pestíferos

de su especie,

y pierde la cabeza con facilidad,

huele la sangre aun a través del vidrio,

percibe el miedo desde la cocina

y a pesar de las puertas más robustas.

Suele crecer de noche:

coloca su cabeza de tiranosaurio

en una cama

y el hocico le cuelga

más allá de las colchas.

Su lomo, entonces, se aprieta en el pasillo,

de muro a muro,

y sólo alcanzo el baño a rastras, contra el techo,

como a través de un túnel

de lodo y miel.

No miro nunca la colmena solar,

los renegridos panales del crimen

de sus ojos,

los crisoles de saliva emponzoñada

de sus fauces.

Ni siquiera lo huelo,

para que no me mate.

Pero sé claramente

que hay un inmenso tigre encerrado

en todo esto.

 

 

4

Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses;

que se pierda

tanto increíble amor.

Que nada quede, amigos,

de esos mares de amor,

de estas verduras pobres de las eras

que las vacas devoran

lamiendo el otro lado del césped,

lanzando a nuestros pastos

las manadas de hidras y langostas

de sus lenguas calientes.

Como si el verde pasto celestial,

el mismo océano, salado como arenque,

hirvieran.

Que tanto y tanto amor

y tanto vuelo entre unos cuerpos

al abordaje apenas de su lecho, se desplome.

Que una sola munición de estaño luminoso,

una bala pequeña,

un perdigón inocuo para un pato,

derrumbe al mismo tiempo todas las bandadas

y desgarre el cielo con sus plumas.

Que el oro mismo estalle sin motivo.

Que un amor capaz de convertir al sapo en rosa

se destroce.

Que tanto y tanto, una vez más, y tanto,

tanto imposible amor inexpresable,

nos vuelva tontos, monos sin sentido.

Que tanto amor queme sus naves

antes de llegar a tierra.

Es esto, dioses, poderosos amigos, perros,

niños, animales domésticos, señores,

lo que duele.

 

 

5

Debe el amor vencer,

vencerlo todo.

La muerte y la cursilería.

Vence a los leones locos el amor,

lo vence todo.

La sintaxis,

los corchos apretados,

el tránsito y las úlceras.

Y vence la desgracia del ratón sin muelas,

la miseria del diente sin castores,

la del castor y el diente sin carpintería.

Todo lo vence, compañeros,

vence a la muerte, ciudadanos,

porque es la muerte él mismo.

 

 

 

Grande es el odio

 

2

Y el miedo es una cosa grande como el odio.

El miedo hace existir a la tarántula,

la vuelve cosa digna de respeto,

la embellece en su desgracia,

rasura sus horrores.

Qué sería de la tarántula, pobre,

flor zoológica y triste,

si no pudiera ser ese tremendo

surtidor de miedo,

ese puño cortado

de un simio negro que enloquece de amor.

La tarántula, oh Bécquer,

que vive enamorada

de una tensa magnolia.

Dicen que mata a veces,

que descarga sus iras en conejos dormidos.

Es cierto,

pero muerde y descarga sus tinturas internas

contra otro,

porque no alcanza a morder sus propios

miembros,

y le parece que el cuerpo del que pasa,

el que amaría si lo supiera,

es el suyo.

 

 

5

Para el odio escribo.

Para destruirte, marco estos papeles.

Exprimo el agrio humor del odio

en esta tinta,

hago temblar la pluma.

En estas hojas,

que escupo hasta secarme, arrojo

todo el odio que tengo.

Y es inútil. Lo sé.

Sólo te digo una cosa:

si estas últimas líneas

fueran gotas,

serían orines.

  

 

 

Boleros del resentido

 

3. El amor es otra cosa, señores

Uno se hace a la idea,

desde la infancia,

de que el amor es cosa favorable

puesta en endecasílabos, señores.

Pero el amor es todo lo contrario del amor,

tiene senos de rana,

alas de puerco.

Mídese amor por odio.

Es legible entre líneas.

Mídese por obviedades,

mídese amor por metros de locura corriente.

Todo el amor es sueño

—el mejor áureo sueño de la plata—.

Sueño de alguien que muere,

el amor es un árbol que da frutos

dorados sólo cuando duerme.

 

 

4

La verdadera muerte es esta muerte a solas,

Ausente de sí misma,

como un árbol que crece

durante el sueño.

La sola infame muerte

del que muere dormido.

La muerte a secas

de un hombre solo, en medio

del erial de su cuerpo;

de una mosca (perdonen)

a mitad de su mierda.

Sería más útil vivo

—vaya revolucionario—.

Haría una nueva vida,

si tuviera ruedas.

Pero a su propia sangre se resiste el cuerpo.

Repele su amarillo

la pura orina mansa del principio.

Ésta es la muerte, amada.

Borrará comisuras en la hiena,

volverá perrito al león.

Debemos aceptarla, como se acepta un pan,

una manzana,

podridos, por supuesto.

 

 

6

Uno se dice:

¿Qué mujer no se vería orgullosa

de provocar estos poemas?

Como no sea aquella

para la que fueron, por desgracia,

escritos.

  

 

 

La fiesta

 

6

Amada:

Ya que un museo del bien

sería una simple galería desierta,

puede ponerse un poco de estiércol al poema.

No importa que haya piojos incrustados

en las vetas de este rayo purísimo del sol.

Bastará que el rayo, moteado y asonante

con sus imperfecciones,

—como el largo pelo de un jaguar

que va del blanco al negro

cada diez centímetros—,

consiga iluminar el punto en que descansa

el ojo.

Alguna joya interna en descomposición

ha de tener el galgo

que perfora el aire de sus velocidades.

Un hueco de figuras

tendrá el óleo de Staël.

Un poro sin reflejo habrá en el agua.

Así la virgen, no lo será del todo,

desde el principio.

Parte de prosa ha de tener el verso.

Ceguera o gafedad dejan dejan precisamente

estar aquí, como la puerta en sus cimientos

de termite.

Los dioses hurgan en sus pantalones,

sin que nadie los vea,

los huecos enraizados al bolsillo.

La paloma misma oculta

todas sus bombas biliares bajo plumas distraídas.

La paloma es también una granada sin ga­tillo.

NTX/VRP